8 dic 2009

La cárcel de cristal

El Gran Hermano de George Orwell es ya una realidad. El ojo que todo lo ve. Solo hay que pasearse por la plaza que lleva su nombre en el centro de Barcelona para darse cuenta de que lo que él vaticinó no era ninguna barbaridad.



 Con la videovigilancia ya asentada en nuestra sociedad, debemos plantearnos hasta dónde podemos permitir que invada nuestra intimidad. Es evidente que gracias a la existencia de cámaras de vídeo en la calle podemos evitar robos, tráfico de drogas y otros delitos comunes. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a vender nuestra intimidad a cambio de seguridad? Tenemos unos derechos, pero amparándose en una ley o en otra acabamos teniendo cámaras en el trabajo, debajo de casa y en el resto de la ciudad. Así, pueden grabar igual al que lleva a los niños al parque, al marido que besa a la amante en un oscuro rincón y al ladrón que va detrás del bolso de los guiris de turno. Y todos son cazados por igual en la cárcel de cristal en la que nos encontramos inmeresos.

De todos modos, que haya cámaras no implica directamente mayor seguridad. El número de cámaras de seguridad instaladas no está relacionado con el porcentaje de crímenes resueltos en Reino Unido; y aquí en España la instalación de videocámaras en la calle Montera de Madrid no ha hecho que las prostitutas busquen otro lugar, allí siguen, ante la mirada impasible de las cámaras. Quizás el Gran Hermano todavía esté lejos, aunque los medios ya existen. Y sino que se lo digan a Lisbeth...

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